miércoles, 24 de marzo de 2010

CALINA




Caracas, ubicada al centro norte de Venezuela, reside en un valle que se extiende de este a oeste a lo largo de una gran montaña, El Ávila.

El Ávila, orgullo y seña de la ciudad, ha inspirado a poetas y pintores, literatos y músicos, ciertamente ocupa un espacio importante en el sentir citadino.

Hay que reconocer que en esta última década, Caracas ha estado sometida a crueles ataques y descuidos, a marchas y contramarchas. Amenazada por violentos motoristas que surfean a lo largo de las vías y que atracan cuando el tráfico se detiene en los interminables embotellamientos diarios .

Sus autoridades ha sido divididas, desautorizadas y superpuestas, creando un rompecabezas urbano difícil de armar.

Actualmente estamos en nuestra época de sequía, y como sucede cada año, El Ávila ha sido víctima de sucesivos incendios. Su piel está seca y cuarteada. Su vegetación sedienta y agotada. Pero este mes se ha agudizado su dolor.

El calor ha arreciado, la temperatura ha alcanzado valores nunca vistos y ha aparecido sobre la ciudad una gasa de vapor, una bruma que se ha posado sobre ella cubriéndola de una niebla espesa, que acentúa la incomodidad de sus habitantes, imponiendo un ambiente de suspenso y zozobra, enmarcando los miedos y las incertidumbres. Pero lo que mas incomoda al habitante citadino es que esto oculta su montaña, escondiéndonos el estandarte que nos enorgullece e inspira diariamente.

Este fenómeno atmósférico, físico térmico, alojado sobre ella desde el amanecer al anochecer y también toda la noche, que ante unos ojos románticos pareciera la niebla sobre el monte Fuji o el fog en Londres, en Caracas es cruel y bochornoso, se llama CALINA.

El diccionario la define como: enturbamiento del aire en calma provocado por pequeñas partículas de polvo seco suspendidas en él. Tiene sinónimos: calima, cejo, dorondón, bonina, boira, calorina.

En el caso de Caracas, se dice que siempre ha existido, pero nunca como en este mes ha adquirido tanta, densa y duradera cobertura.

Es como si viviésemos en una ciudad tras un vidrio empañado, o en “sfumato” sin contornos específicos, vago y alejado, a los pies de un sol rojo sangre.

Su presencia coincide con un momento socio/histórico y un estado anímico depresivo compartido el cual arrecia la sensación térmica, potencia el malestar y acentúa su impacto.

Vivimos en Venezuela tiempos donde el futuro no se puede predecir, donde el largo plazo no se mide más allá de una semana, donde los ánimos están permanentemente acosados y amenazados por cortes de agua y suspensión de la electricidad. Donde el hampa, común y la sofisticada, ha minado y transformado los circuitos, los horarios y las agendas de sus habitantes.

Esta bruma nos crea un panorama nada poético, mas bien trágico.

En fin, Caracas se ha puesto de luto. Se viste de gris para llorar a sus muertos, que el fin de semana del 13 de marzo, ha sido el más trágico en lo que va del año. En dos días murieron 67 personas, 59 violentamente asesinadas.

El dolor y la impotencia dan paso a la rabia.

No podemos ver el horizonte.



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